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Juan Pablo II, el inolvidable amigo de Roma

Las célebres palabras «Damose da fa’ e volemose bene! Semo romani!, respondió Wojtyla en un encuentro a un párroco.


Roma, 27 de mayo de 2011 – Palabras de Karol que marcaron a los romanos,  «Damose da fa’ e volemose bene! Semo romani! (¡Manos a la obra y seamos buenos! ¡Somos romanos!)», era el 26 de febrero de 2004.

Con estas palabras, Juan Pablo II le respondió a un párroco, quien, bromeando durante el tradicional encuentro de inicio de la cuaresma en el Vaticano, había enfatizado que los peregrinos de todo el mundo eran saludados por el pontífice en sus respectivas lenguas, incluso las más remotas, mientras que los romanos nunca habían oído hablar en dialecto a su obispo.

«No he aprendido el romanesco: ¿eso quiere decir que no soy un buen Obispo de Roma?», respondió el pontífice, antes de hablar en dialecto. Así lo señala un artículo publicado por la Comuna de Roma.

La noticia de que el Papa polaco, el primer Papa no italiano desde los tiempos del holandés Adrián VI, en los 455 años de historia, hubiese concluido su discurso hablando espontáneamente, abandonando el texto preparado y hablando públicamente en romanesco, dio la vuelta al mundo y subrayó la fuerte relación entre Karol Wojtyla y la ciudad de Roma.

En efecto, dicho episodio, además de su aspecto exterior, escondía una verdad profunda e importante.

Todo esto sucedió un año antes de su deceso, casi como si hubiese querido dejar una huella indeleble y popular de su gran amor por la Ciudad Eterna, tocando profundamente el ánimo de los romanos, tan apegados a su propia identidad y sus seculares tradiciones.

En efecto, en aquella ocasión, todos quedaron fascinados y conquistados por la humildad, sencillez, simpatía y gran capacidad de comunicación de aquel Papa “venido de un país lejano”, que sabía hablar al corazón de la gente.

También por eso Juan Pablo II es una figura central e inolvidable en la historia de esta ciudad, en la memoria colectiva de los romanos.

Wojtyla vivió en Roma por casi 27 años consecutivos con el cargo de Obispo de Roma y Pontífice. Durante aquel periodo supo establecer una profunda relación con la ciudad, hecha de alegrías, sufrimiento y mucho amor.

Como recuerda el arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, cuando Karol Wojtyla, apenas elegido papa, se asomó a la ventana de San Pedro, se presentó como nuevo Obispo de Roma, no como nuevo Papa, dando prueba de la gran atención que le daba a esta ciudad y a su historia milenaria.

Y Roma vió a este papa como a un gran amigo. La misma Roma que también fue el lugar de su dolor y sufrimiento, sobre todo cuando Juan Pablo II fue víctima del atentado en la plaza San Pedro, el 13 de mayo de 1981.

Las heridas provocadas por las balas de pistola disparadas por el turco Ali Ağca tuvieron consecuencias graves para la salud del pontífice y fueron motivo de grandes sufrimientos.

Precisamente en ese periodo, siempre debido a una broma de Juan Pablo II, nació el “Vaticano II”, refiriéndose al Policlinico “Agostino Gemelli”, donde el Papa transcurrió mucho tiempo durante sus varios internados.

Es otro aspecto de los lazos que unieron a través de los años a Wojtyla con la ciudad.

Juan Pablo II quiso subrayar la primacía de Roma el 15 de enero de 1998, con ocasión de su visita al Capitolio, cuando hablando de los valores del Jubileo, dijo:

«Con su historia religiosa y civil, y con su dimensión “católica”, Roma evoca admirablemente estos valores.
Esta es la sede del Príncipe de los Apóstoles y de su sucesor; custodia la memoria del martirio de los santos Pedro y Pablo; se la conoce como patria del Derecho y de la civilización latina y cristiana; es conocida como ciudad universalmente abierta y acogedora.
Por tales singulares analogías, Roma está llamada a vivir en modo ejemplar la gracia del Jubileo».

Y luego agregó:

«Roma, el Señor te ha dado la tarea de ser en el mundo “prima inter Urbes”, faro de civilización y fe. Sé a la altura de tu glorioso pasado, del Evangelio que te fue anunciado, de los mártires y santos que hicieron grande tu nombre.

Abre, Roma, las riquezas de tu corazón y de tu historia milenaria a Cristo. No temas, Él no humilla tu libertad y grandeza, Él te ama y desea hacerte digna de tu vocación civil y religiosa, para que sigas donando tus tesoros de fe, cultura y humanidad a tus hijos y a los hombres de nuestro tiempo».

Estas palabras documentan la gran visión que Juan Pablo II tenía de Roma y marcan un paso histórico, ya que fueron pronunciadas en la vigilia de uno de los momentos cruciales que marcó el final de una era y el inicio de otra. Para Wojtyla todo estaba claro y, con la sencillez de los grandes, lo dijo sin rodeos: «Mirando al dosmil, me dirijo a ti, Roma, a la que el Señor me llamó a guiar por la vía del Evangelio, al umbral de un nuevo milenio».

La grandeza de este mensaje se centra en la fuerza que nace no sólo del testimonio de fe, sino también y más que nada, del conocimiento del pasado unido a una rara consciencia del presente.

La idea que Juan Pablo II tenía de Roma en la historia y en el mundo, en el tiempo y en el espacio, fue tan lúcida y cristalina que le permitió ver a través del velo que separa el hoy del mañana.

Para Wojtyla la misión de la ciudad siempre estuvo clara y por ello sus exhortaciones fueron dirigidas cada vez más a los jóvenes, los verdaderos protagonistas del futuro.

«Roma, ciudad que no le teme al tiempo, ni al dinamismo del progreso –agregó Juan Pablo II- Roma, encrucijada de paz y civilización. ¡Roma, mi Roma, te bendigo y contigo bendigo a tus hijos y a todos tus proyectos de bien!

Como demostración de la gratitud de la ciudad de Roma hacia la obra y misión de Juan Pablo II, el 17 de octubre de 2002, el Consejo del Ayuntamiento otorgó la ciudadanía honoraria al Papa, quien, desde su ascensión al papado y a lo largo de su pontificado, «mostró un particular afecto hacia la ciudad de Roma y ejerció su ministerio pastoral de obispo de la ciudad visitándola en todos sus rincones, mostrando constantemente la más viva sensibilidad hacia sus problemas, con especial interés en los más débiles y los desheredados, haciendo sentir a los romanos la comunión entre misión en el mundo del Jefe de la Iglesia Católica y la misión centrada en la ciudad en la que obraba cotidianamente».

En dicho acto formal, la administración del ayuntamiento quiso resaltar la atención demostrada por el Papa por toda la ciudad, especialmente por los desamparados y, al mismo tiempo, la gran contribución que supo darle a Roma, ayudándola a consolidar su vocación y antigua tradición de ciudad universal, abierta a toda la humanidad y a los valores que la caracterizaron siempre como faro de civilización y lugar de encuentro de pueblos, culturas y religiones.

El hombre, los valores de la fe y la civilización del amor, fueron los puntos centrales de la acción de Wojtyla y, gracias a su extraordinaria pasión por la vida, logró conquistar el corazón de todos, fieles y no fieles.

La suya fue la lección de un histórico y vigoroso pontífice, el testimonio de un gran hombre. Un gigante de su tiempo. Un testigo de la historia.

Un inolvidable amigo de Roma, que la ciudad celebra y añora.

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