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Italia inicia la elección del nuevo Presidente de la República

En el Parlamento italiano tienen claro que a «grandes males, grandes remedios». El coronavirus contagió a muchos de los «grandes electores» que desde hoy eligen al nuevo jefe Presidente de la República Italiana y la solución para sacarles del aislamiento y permitirles el voto ha sido cuanto menos creativa: llevarles en coche o incluso en ambulancia.

Las negociaciones ante la votación con la que se empezó a buscar al sucesor de Sergio Mattarella aceleraban dentro del Palacio de Montecitorio, sede de la Cámara de los Diputados, pero el interés estaba en un lugar cercano. En concreto en el aparcamiento de la Vía de la Missione, en pleno centro de Roma, donde se instalaron carpas para que unos catorce electores contagiados ejercieran su voto. Los fotógrafos se agrupaban en la puerta para captar esta imagen inédita en tiempos de la variante ómicron, hasta que poco antes de las tres de la tarde llegó el primero en una ambulancia.

Le siguieron otros que optaron por el más discreto coche. Lo importante era no perderse la cita parlamentaria más importante, la elección del décimo tercer presidente de la República. La polémica la puso la diputada Sara Cunial, conocida antivacunas, que no pudo acceder al edificio al carecer de certificado sanitario. La vacuna era una excusa, pues bastaba una prueba negativa. En el Parlamento estaban convocados 1.009 «grandes electores» -630 diputados, 321 senadores y 58 delegados regionales-, aunque votará uno menos, el «berlusconiano» Vincenzo Fassano, muerto ayer. Montecitorio, enorme palacio barroco, es el terreno de una batalla que durará días. En su laberinto de pasillos de madera oscura y moqueta granate una legión de funcionarios va y viene para que todo funcione.

La pandemia ha modificado, pero no bloqueado, un rito que se repite cada siete años y que se ha adaptado para evitar disgustos. Los electores entran en grupos de cincuenta y en estricto orden alfabético y en el centro del hemiciclo, los túneles con cortinas por los que antaño pasaban para escribir un candidato en la papeleta han sido cambiados por «casetas» ventiladas de color burdeos, claro está, a juego con los escaños. Los votantes se frotan las manos antes de entrar. No es por ganas ni por emoción, es porque los ujieres, debidamente engalanados, les invitan a usar el gel desinfectante antes de toca nada. La votación transcurre lenta pero sin pausa, hay quien bromea con que es «como ver crecer una planta», todo bajo la mirada pericial del presidente de los diputados, Roberto Fico, que con un toque de campana da el pistoletazo de salida.

Los primeros en pronunciarse son los parlamentarios con problemas de salud: abrió la veda Umberto Bossi, el histriónico fundador de la Liga Norte, paladín de los independentistas del norte y ahora en silla de ruedas. Un asistente le llevó hasta la cabina, le dejó solo para respetar la intimidad del momento, y le recogió a la salida. Le siguieron los senadores vitalicios, distinción reservada a los jefes de Estado eméritos o grandes figuras: el expresidente Giorgio Napolitano, el arquitecto Renzo Piano, los científicos Elena Cattaneo y Carlo Rubbia, el ex primer ministro Mario Monti y la superviviente de Auschwitz Liliana Segre. Mientras en el hemiciclo resonaba como una letanía la llamada al voto, los pasillos eran el damero de los periodistas, que si algo disfrutan son las quinielas, comentar qué nombres se barajan según unas y otras fuentes.

Pero los corredores son en realidad un limbo que precede al lugar donde se cuece la acción: el Transatlántico, un gran salón en el que los electores se reúnen en corrillos y en el que sus murmullos, sumados, degeneraban en estruendo. En medio de una decoración que recuerda al Titanic o aquellas naves que cruzaban el océano, los votantes y reporteros charlan y bromean, de pie o sentados en butacones, mientas que otros fuman en un patio preparado para la ocasión con estufas. Otros, los menos, siguen las votaciones en una serie de pantallas mientras una voz avisa por megafonía el orden de llamada, para no pillar a nadie de improviso.

Pero también hay vida en las calles romanas, donde los turistas se preguntan qué es ese guirigay que perturba sus «selfis» o los cafés que sorben en las terrazas bajo un agradecido sol de enero. Los periodistas persiguen a los líderes que cometen la osadía de poner un pie en la calle, mientras un sinfín de agentes de policía custodian el perímetro con cara de pocos amigos. Junto a la plaza, los taxistas esperan a que salga alguno de los «honorables». Uno de ellos, Giorgio, mira el reloj aparcado junto a la columna de Marco Aurelio. Aún no ha salido nadie del Parlamento: «Estarán comiendo», comenta jocoso y con cierto desinterés.

Escrito por: Gonzalo Sánchez

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