El expresidente sudafricano e icono mundial de la reconciliación, Nelson Mandela, se apresta a pasar su tercera noche en el hospital en el que fue ingresado el sábado en estado grave por una neumonía, mientras que Sudáfrica permanecía dividida entre la inquietud, la resignación y el deseo de que tenga un final digno.
«Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática, en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades.
Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir, y si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir».
Con estas palabras, Nelson Mandela terminó su alegato ante la justicia en 1961. Había sido arrestado junto a otros líderes del movimiento de resistencia contra el apartheid y, acusado de alta traición, enfrentaba la pena de muerte.
Frente al tribunal que lo condenó prisión perpetua, Nelson Mandela dijo no temer a la muerte si era necesaria para realizar sus ideales. Era abril de 1964. El entonces joven militante antiapartheid ignoraba que viviría para presenciar la caída del régimen segregacionista en Sudáfrica y ascendería a lo más alto de la primera democracia multirracial en la historia del país.
El fallecimiento de Mandela apaga una de las voces esenciales de la lucha por la libertad humana en el siglo XX. Su entrega a la reconciliación de blancos y negros en una Sudáfrica democrática constituye una lección aún no aprendida por varios pueblos africanos, que se desangran en infinitas guerras civiles; su desprendimiento del poder interpela a otros líderes populares, devenidos dictadores por la sed de gobernar.
Mandela vivió, quizás como ninguna personalidad de la historia contemporánea, el doloroso tránsito del sacrificio asumido al calvario y el ascenso a la cruz redentora, padecido durante 27 años de cárcel. Su liberación y los años posteriores de gobierno y retiro lo cubrieron con una merecida gloria.
C.Z.León